sábado, 13 de diciembre de 2014

Historias de Vuelo, El ministro que se cayó del avión




Un pozo de aire hizo descender la aeronave en que viajaba y lanzó al vacío, en 1927, al ministro de Guerra, general Agustín P. Justo, luego presidente de la Nación. Sobrevivió gracias al paracaídas y fue rescatado varias horas después. 
A tantos años de distancia, es difícil representarse lo que significó el general Agustín P. Justo en la política argentina. Manejó con inigualada destreza sus hilos durante más de una década y mantuvo a raya a las Fuerzas Armadas. Egresado del Colegio Militar, graduado de ingeniero en la Universidad de Buenos Aires, fue ministro de Guerra del presidente Marcelo T. de Alvear, revolucionario de 1930, comandante en jefe del Ejército y presidente de la República de 1932 a 1938. Dado su prestigio en el Ejército y en la política, muchos suponen que, si no hubiera muerto repentinamente en 1943, a los 67 años -cuando se preparaba a pujar por otra presidencia- no hubiera habido revolución del 4 de junio, ni 17 de octubre de 1945, ni Juan Domingo Perón.

La vida de Justo contiene un episodio dramático con final feliz. Ocurrió en 1927, en sus tiempos de ministro de Guerra. Tenía por costumbre realizar giras aéreas, en los precarios aparatos de entonces, por las unidades militares de todo el país.

En el vacío
Durante una de esas misiones, subió al avión en Córdoba y, si bien cargó a la espalda la mochila con el paracaídas, no se ató el correaje que lo aseguraba al asiento. En un momento dado, cuando volaban a más de 1.000 metros de altura sobre los llanos de La Rioja, un pozo de aire hizo descender bruscamente el aparato. El movimiento sacó a Justo de su sitio y lo lanzó al vacío.

Con gran presencia de ánimo, el corpulento ministro logró activar el paracaídas, que se abrió con un cimbronazo. "En el aire, comenzó a girar rápidamente sobre el eje que forman las cuerdas de sostén, primero en un sentido, luego en otro", narra Adolfo Lanús. "Enseguida el general se recobró: miró el reloj pulsera, miró la vía férrea y tomándose de las cuerdas de que pendía y haciendo flexión con los brazos contuvo el movimiento giratorio". Al divisar los rieles, se ubicó en los puntos cardinales. En siete minutos cayó a tierra ileso, sobre uno de los garabatos espinosos que abundan en el áspero paisaje llanista. Entretanto, el aterrorizado piloto había dado aviso de haber perdido a su pasajero, y empezó una empeñosa búsqueda por aire y por tierra.

De pie y con ademanes
Que estaba vivo lo supieron pronto. Los primeros pilotos rescatistas lo divisaron de pie, ocupado en extender el paracaídas para que sirviera de punto de referencia. Al mismo tiempo, les indicaba, "con ademanes de mando que siguieran viaje a La Rioja, pues intentar un descenso sobre aquellos campos quebrados y hoscos hubiera resultado francamente suicida", cuenta Lanús.

Cuando terminó de estirar el paracaídas, eran las once de la mañana y hacía mucho calor. Se acostó a la sombra de un algarrobo. Quería evitar el sol de la siesta y descansar: calculaba que una caminata a esa hora acentuaría la sed que ya venía experimentando. No tenía un revólver y tampoco fósforos, porque no fumaba, de modo que no podía hacer tiros ni encender fuego. La única forma de alertar sobre su presencia sería gritar.

El tren de rescate
Al caer la tarde empezó a marchar rumbo a las vías del tren. Los rastreadores encontraron el paracaídas, el traje de aviador y hasta un guante que fue dejando en el camino.

Varias comisiones de búsqueda partieron de La Rioja. La más numerosa iba en tren, con médicos y conocedores de la zona. Cuando entraron en el sector de la caída, el tren marchaba lentamente y se detenía cada media legua, para que un grupo explorador bajase y se internase en el campo. Se decidió que a la búsqueda había que hacerla entre las estaciones de Patagonia y Punta de los Llanos, de modo que el convoy iba y volvía, a paso de hombre, entre ellas. Y el jefe de Policía de La Rioja, Jesús Salas, se ufanaba de llevar a su lado al mejor "gritón" de los llanos, a fin de que su voz pudiera ser oída por Justo desde lejos.

Imprevista aparición
A todo esto, hacia las diez de la noche, Justo había avistado el tren explorador a una cuadra de distancia. Gritó, pero los alaridos del riojano que lo llamaba taparon completamente su voz. Entonces, el general llegó hasta las vías y decidió acostarse junto a ellas, para esperar. Con la noche, había empezado a morderlo el frío.

La locomotora hacía sonar el silbato y a lo largo de la vía se había instalado vivaques con fogatas. El tren seguía yendo y viniendo, y se detenía en los vivaques para pedir noticias. Dentro de los vagones, un grupo de exploradores aburridos, jugaba al "siete y medio". De pronto, estupefactos, en una de las detenciones del tren vieron entrar al general Justo al vagón. Minutos después, el ministro procedía a narrar su odisea por primera vez a los jugadores y a todos los que se les iban uniendo.

Encima, un temblor
El tren lo llevó a La Rioja, donde fue recibido con gran entusiasmo a pesar de lo avanzado de la hora. Se retiró a descansar, pero no habían concluido las zozobras: a medianoche lo despertó un fuerte temblor. Al día siguiente, subió a un avión militar que lo condujo a Buenos Aires. Cuando aterrizaron, lo esperaba el presidente Marcelo T. de Alvear con sus ministros y gran cantidad de oficiales, funcionarios y público. Ni bien pisó tierra, se confundió en un abrazo con su esposa, Ana Bernal.

Restó importancia al episodio. Alguna vez explicó que no había abrochado el cinturón de seguridad, porque sus hebillas eran muy parecidas a las del paracaídas. Y, en cualquier emergencia, un error al manipularlas podía hacer que no se soltase el cinto sino el paracaídas.


Fuente. La Gaceta de Tucumán
 

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